Allí
estaba ella. Justamente donde él se encontraba. Como cada día, ella pasaba y lo
miraba. Todos los días hallaba un motivo para contemplarlo, mientras él sin
embargo ignoraba lo importante en que llegaría a convertirse algún día. De repente,
él se topó con ella, cual tropiezo en medio de un paso de peatones con el
semáforo en rojo. Nadie se lo esperaba, pero esa casualidad cambiaría radicalmente
sus vidas para siempre, igual que la noria que decide cambiar su sentido. Desde
aquel instante, él confiaba y se ilusionaba en que ella pasara y poder saludarla.
Ella lo sabía todo de él, su nombre, a que se dedicaba, cuáles eran sus gustos,
quienes eran sus amigos y donde vivía. Él de ella no sabía nada pero todas las
noches en sus sueños aparecía ella, tan joven y fresca como una flor recién
cortada en una mañana de rocío. Tal fue el destino que los unió que ella sacó
valor y le pidió una cita. Aquello no era una cita como otra cualquiera,
aquello era LA CITA. El momento más esperado de su vida para ella, como el niño
que prueba el chocolate por primera vez. Estaría a solas con él, con aquella
persona que veía cada día y que nunca se imaginó que conocería. Cuanto más se
acercaba la hora, ella más nerviosa se ponía, la voz le temblaba y sus
emociones se disparaban igual que se te dispara el corazón en lo más alto de
una montaña rusa. Y llegó el momento, allí estaba ella como cada día, en el
mismo lugar. Pero esta vez era diferente, esta vez la esperaba él. Fue la hora
más mágica de sus vidas, los minutos parecían segundos y el reloj se paró en
aquel instante observando minuciosamente como aquella casualidad se estaba
convirtiendo sin saberlo en el comienzo de una historia interminable. Lo que
les quedaba por vivir era una historia única y real, tan real como un amanecer
frío de invierno o como un café templado a las 8 de la mañana de un lunes…